Tarjetas de Navidad y Año Nuevo
Hace
años, por estas fechas, veíamos al cartero cargar una gran bolsa ―que parecía un verdadero tambache― llena de sobres, sobrecitos y sobrezotes, que repartía
casi casa por casa. Los sobres, claro, no podían contener otra cosa más que
tarjetas de navidad, y éstas eran lo más ostentosas y voluminosas para que el
destinatario las pudiera colocar en ese lugar privilegiado, es decir, donde
pudiera ser vista desde cualquier sitio por los visitantes de la casa.
Algunos
las pegaban en la pared de la sala; otros, las colgaban sobre el arbolito de
Navidad; otros más, encima del nacimiento, y había otros todavía, que por falta
de espacio, las instalaban sobre la mesa del comedor.
Eran
tantas las tarjetas que se depositaban en las oficinas del correo, que para
febrero, todavía el cartero continuaba con su tarea de repartir postales
navideñas.
Esos
eran otros tiempos, cuando vivíamos en esa dulce y boyante época, donde casi
todos se daban el lujo de escogerlas, apartarlas, redactarlas, y pagarlas con
varios meses de anticipación para que puntualmente fueran depositadas en el
buzón y pudieran ser recibidas durante las fiestas decembrinas.
Había
montones de estudiantes que ganaban sus buenos “pesos” ―entonces no era
frecuente decir billetes― vendiendo tarjetas
entre sus amistades y vecinos, quienes las escogían de un voluminoso
muestrario. Ahí estaban desde las más tradicionales, que por lo mismo no
dejaban de caer en la cursilería, como por ejemplo, aquella del perro san bernardo
con su barril amarrado al cuello llevando buenos deseos. O aquella otra de las
casitas con chimenea y paisaje nevado, o la otra de Santa Claus tirado por
venaditos.
En
realidad, en aquella época había gente que vivía preocupada por quedar bien con
sus amistades y familiares y hasta con simples conocidos, por lo que hacía su
pedido mínimo de un ciento de felicitaciones cuando sabia perfectamente que sus
amistades no llegaban a 20, y pues ni modo de guardarlas para el siguiente año
si ya tenían la fecha impresa.
Entonces,
no les quedaba de otra más que revisar el directorio telefónico de la ciudad, o
la agenda personal de hace muchos años para encontrar aquellos nombres
olvidados. O bien, otro método para deshacerse de las tarjetas sobrantes, era
enviarlas a aquellas personas que formaban parte, según, del círculo de la
sociedad o del ámbito político de más renombre, aunque no hubiera ningún lazo
de amistad o nunca se hubieran cruzado palabra alguna con ellos, pero "por
aquello de que en el futuro pudiera necesitarse de esa gente".
En
fin, que hace tiempo, la tarjeta navideña fue un asunto de felicitación
decembrina dedicado a las relaciones públicas y para demostrar cuántas personas
las querían, cuántas las estimaban, cuántas relaciones tenían con funcionarios
de medio pelo y con cuántos políticos se codeaban. Desde luego que cada tarjeta
iba acompañada de la típica leyenda: "que la paz, la felicidad y la
tranquilidad reine en sus corazones en esta Navidad y que el Año Nuevo sea de
dicha y prosperidad".
Así
pues, las tarjetas de Navidad tuvieron su mejor época, aunque debemos reconocer
que por cursis o no, en alguna ocasión, enviamos alguna, claro, sólo para ver
qué se sentía.
Quiero
aprovechar este medio para enviarles a todos los seres vivientes, una postal
navideña y un agradecido abrazo.
¡Felicidades!
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