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domingo, 2 de noviembre de 2025

El alcalde que murió dos veces

 El asesinato de Carlos Manzo Rodríguez, alcalde de Uruapan, no fue un hecho más en el catálogo del horror mexicano. Fue un espejo. En él se reflejó algo incómodo: la frialdad burocrática del Estado. Esa costumbre tan nuestra de dejar que la empatía se evapore, como si los comunicados oficiales tuvieran aire acondicionado.

El primer mensaje del Gobierno federal fue eso: un documento seco, anónimo, técnico: “Detenciones”. “Un abatido”. “Operativo desplegado”. “Justicia” prometida.

Y ahí, entre las líneas, el muerto desapareció. Ni nombre. Ni rostro. Ni una palabra humana. Como si Carlos Manzo hubiera sido una cifra, no una persona. Como si morir en funciones públicas fuera solo un trámite administrativo.

Ese silencio institucional no fue error, fue síntoma. Síntoma de un gobierno que le teme al desorden de los sentimientos, y prefiere el orden del tecnicismo.

Quizá por eso nadie quiso decirlo en voz alta: Carlos Manzo no era un muerto conveniente. Exdiputado de Morena, rompió con el partido y ganó la alcaldía como independiente. Criticó, sin rodeos, la política de “abrazos, no balazos”. Pidió enfrentar al crimen con la fuerza del Estado, no con la filosofía de la resignación.

Meses antes de morir, advirtió —y casi parecía saberlo—: “No quiero ser un presidente municipal más en la lista de los ejecutados.” No era paranoia, era diagnóstico.

Y cuando la amenaza se cumplió anoche, el gobierno respondió con un profundo silencio. Porque nombrar al muerto hubiera sido aceptar la falla del sistema.

Un funcionario que contradice la narrativa oficial puede morir dos veces: primero por las balas, luego por el olvido.

La justicia se promete. La compasión se reserva. En la lógica del poder central, el alcalde se convierte en expediente, no en emblema.

Mientras tanto, en Michoacán, la gente sí lloró su nombre.
Carlos Manzo. El hombre, no el cargo. El vecino, no el número. Tal vez porque solo quien convive con la tragedia entiende su peso.

Desde la capital, en cambio, el luto se tramita con sellos y membretes.

Carlos Manzo fue asesinado, sí. Pero también fue borrado a unas pocas horas de su asesinato. Su muerte pesa menos que la narrativa que incomodó.

Y eso deja una herida abierta: un Estado que presume justicia pero olvida lo más humano de la justicia: nombrar a sus muertos.

Porque cuando un servidor público puede morir sin duelo, lo que se debilita no es su memoria. Es la idea misma de democracia.

Quizá el verdadero riesgo de enfrentarse al crimen no sea solo morir en soledad, sino hacerlo sin nombre, sin duelo y sin historia.

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14 horas del asesinato, la presidenta Claudia Sheinbaum, sube a las redes un comunicado que lo hace más de cálculo que de compasión. Cuando ella condena desde el podio y no desde el pecho, suena más a trámite que a duelo sincero.

Mientras ella diga que convocó al Gabinete de Seguridad para garantizar… muchos municipios del país siguen sintiendo miedo porque sus trincheras están solitarias, pues todos enfrentan la violencia sin blindaje.

Cada alcalde asesinado es, en realidad, un recordatorio de que México se sostiene sobre territorios donde la ley llega con retraso, si es que llega.

Que la presidenta se indigne, está bien. Que esa indignación se convierta en política, sería mejor. Porque de nada sirve el repudio si mañana otro funcionario local debe decidir entre pactar o morir.
Así es como se nos va apagando el país, uno a uno, como luces en una tormenta.

 

Facebook: Horacio Corro

X: @horaciocorroes