Lo peor es el racismo
“Ser mujer, ser indígena y ser pobre es lo peor que te puede pasar”. La frase salió de la boca de la gobernadora de Campeche, Layda Sansores, frente a la presidenta de la República, Claudia Sheinbaum, y la secretaria de las Mujeres del gobierno federal, Citlalli Hernández. Ambas guardaron silencio. Desde entonces, ninguna de las tres ha dicho palabra. Ni disculpas, ni rectificación, ni siquiera una aclaración.
Lo dicho por Sansores no es un desliz: es un acto de
discriminación desde el poder. Y el silencio de Sheinbaum y Hernández, en lugar
de corregirlo, lo normaliza. Cuando una gobernadora afirma que ser mujer, ser
indígena y ser pobre es “lo peor”, no describe una realidad social: perpetúa la
idea de que esas identidades son una desgracia. En realidad, lo que coloca a
millones de mujeres en situación de vulnerabilidad son las condiciones
estructurales que se reproducen una y otra vez: la pobreza, la discriminación,
la exclusión histórica, la falta de acceso a salud, educación y justicia. Eso
es lo que debería combatirse desde el poder, no estigmatizarse como si fuera
una condena inevitable.
La Red Nacional de Abogados Indígenas exige disculpas
públicas y que Sansores acredite un curso sobre racismo, derechos humanos,
pueblos indígenas y perspectiva de género. Esa exigencia no solo es justa, es
indispensable. Porque sus palabras no solo carecen de respeto y dignidad hacia
las mujeres y comunidades indígenas; también violan la obligación del Estado de
proteger y garantizar sus derechos.
El Artículo 63 de la Ley General de los Derechos de Niñas,
Niños y Adolescentes es contundente: la infancia y la adolescencia indígenas
tienen derecho a disfrutar libremente de su lengua, su cultura, sus usos y
costumbres, sus prácticas, su religión, sus formas de organización social y
todo aquello que constituye su identidad cultural. Si la ley protege la
identidad indígena como un derecho irrenunciable, ¿cómo puede una gobernadora
desdeñar esas condiciones como si fueran una condena?
México está lleno de ejemplos que contradicen el prejuicio
de Sansores. Mujeres como María de Jesús Patricio “Marichuy”, mujer nahua y
médica tradicional; Eufrosina Cruz Mendoza, zapoteca que rompió barreras en el
Congreso de Oaxaca; Natalia Toledo e Irma Pineda, poetas zapotecas que han
puesto en alto sus lenguas en México y el mundo; Lorena Ramírez, corredora
rarámuri reconocida internacionalmente; Silvia Pérez Yescas, defensora
comunitaria zapoteca contra la violencia de género; Floriberta García, incansable
promotora de los derechos mixtecos; María Elena Lorenzo, bordadora mazateca; Aurora
Pérez Figueroa, promotora cultural chinanteca que impulsa la educación
bilingüe; y Hita Beatriz Ortiz Silva, exdiputada local mixteca que ha abierto
caminos para la participación política de las mujeres en Oaxaca. Todas ellas
son orgullo, no desgracia.
Por eso, no basta con llamar “desafortunadas” a sus
declaraciones. No basta con barrerlas bajo la alfombra del olvido político. A
Sansores hay que exigirle que se retracte, que pida disculpas públicas y que se
eduque en derechos humanos. Y a la presidenta de la República, Claudia
Sheinbaum, y a la secretaria de las Mujeres, Citlalli Hernández, hay que
recordarles que callar frente a actos de racismo y clasismo también es una
forma de complicidad.
Ser mujer, ser indígena y ser pobre no es lo peor que puede
pasar. Lo peor es que desde el poder se siga hablando con desprecio de quienes
han resistido históricamente la desigualdad y el abandono del Estado. Lo peor
es que se normalice la discriminación y quede impune.
Las mujeres indígenas de México merecen respeto, dignidad y
oportunidades, no frases que las marquen como “lo peor”. Y si la gobernadora de
Campeche no lo entiende, que lo aprenda. El racismo no se disculpa con
silencio. Se combate con hechos.
