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lunes, 8 de septiembre de 2025

Oaxaca: donde la palabra es un riesgo

Por Horacio Corro Espinosa

En México la libertad de expresión siempre se presume como un derecho intocable, pero sabemos que es un derecho bajo amenaza. Aquí no basta con tener la razón ni con hacer bien el trabajo: basta con que al poder le incomode una pregunta o una opinión para que el periodista se convierta en enemigo público.

Lo digo desde la experiencia: se me hace ridículo —y hasta insultante— que algunos colegas subordinados a funcionarios públicos ofrezcan “respaldo” o incluso “protección” frente a los dichos del poderoso. Como si alguien pudiera protegernos de las palabras del jefe máximo del pueblo. Y lo irónico es que, cuando ese mismo jefe termina reconociendo el trabajo del periodista al que acusa, lo hace porque el trabajo fue tan sólido que no pudo enterrarlo en ninguna parte.

La mayoría de las conferencias de prensa, en realidad son puro teatro. El 90% de las preguntas las hacen periodistas afines, dispuestos a aplaudir más que a cuestionar. La simulación es grotesca: la prensa parece libre, pero la verdad está amarrada de pies y manos.

Y mientras tanto, ¿qué pasa con las carpetas contra funcionarios que amenazan, incluso de muerte? Caminan con la lentitud de una burocracia que no tiene ninguna prisa por hacer justicia. Lo curioso —y doloroso— es que casi siempre terminan igual: en el archivo muerto.

No hablo de exageraciones: los números lo confirman. Entre 2000 y 2024, al menos 15 periodistas han sido asesinados en Oaxaca, según datos de Artículo 19 y la CNDH. Estamos entre los cinco estados más letales para ejercer el oficio en todo México. Y no lo digo con orgullo, lo digo con rabia: más del 95% de esos crímenes siguen impunes.

Pienso en casos, como el de Heber López Vásquez, asesinado en Salina Cruz en 2022, después de denunciar amenazas que nadie atendió. Su muerte no sólo nos arrebató a un colega valiente, también nos recordó que en Oaxaca hablar puede costar la vida, y callar puede costar la dignidad.

Aquí la censura no siempre necesita balas. A veces basta con la autocensura, con el silencio comprado, con la amenaza velada que se instala en la rutina del periodista. Es un veneno que no mata de golpe, pero que va asfixiando la vida pública hasta dejarla hueca, irreconocible.

Yo no creo que defender la libertad de expresión sea un acto heroico. Creo que debería ser lo mínimo en una democracia. Pero hoy en Oaxaca —y en todo México— sigue siendo un acto de valentía. Y eso dice mucho más de nuestro sistema que de los periodistas que decidimos no callar.

El día que opinar, preguntar o denunciar deje de ser una temeridad y se convierta en un derecho cotidiano, podremos decir que vivimos en un país verdaderamente libre. Mientras tanto, no nos queda otra: defender la palabra es defender la vida.

Aunque se empeñen en maquillar cifras, aunque fabriquen conferencias con preguntas compradas, la verdad siempre regresa. Puede tardar, puede doler, pero siempre encuentra su voz. Y esa voz, por incómoda, por rebelde, nunca será domesticada por el poder.

Facebook: Horacio Corro

X: @horaciocorroes

 

lunes, 25 de agosto de 2025

 Lo peor es el racismo

“Ser mujer, ser indígena y ser pobre es lo peor que te puede pasar”. La frase salió de la boca de la gobernadora de Campeche, Layda Sansores, frente a la presidenta de la República, Claudia Sheinbaum, y la secretaria de las Mujeres del gobierno federal, Citlalli Hernández. Ambas guardaron silencio. Desde entonces, ninguna de las tres ha dicho palabra. Ni disculpas, ni rectificación, ni siquiera una aclaración.

Lo dicho por Sansores no es un desliz: es un acto de discriminación desde el poder. Y el silencio de Sheinbaum y Hernández, en lugar de corregirlo, lo normaliza. Cuando una gobernadora afirma que ser mujer, ser indígena y ser pobre es “lo peor”, no describe una realidad social: perpetúa la idea de que esas identidades son una desgracia. En realidad, lo que coloca a millones de mujeres en situación de vulnerabilidad son las condiciones estructurales que se reproducen una y otra vez: la pobreza, la discriminación, la exclusión histórica, la falta de acceso a salud, educación y justicia. Eso es lo que debería combatirse desde el poder, no estigmatizarse como si fuera una condena inevitable.

La Red Nacional de Abogados Indígenas exige disculpas públicas y que Sansores acredite un curso sobre racismo, derechos humanos, pueblos indígenas y perspectiva de género. Esa exigencia no solo es justa, es indispensable. Porque sus palabras no solo carecen de respeto y dignidad hacia las mujeres y comunidades indígenas; también violan la obligación del Estado de proteger y garantizar sus derechos.

El Artículo 63 de la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes es contundente: la infancia y la adolescencia indígenas tienen derecho a disfrutar libremente de su lengua, su cultura, sus usos y costumbres, sus prácticas, su religión, sus formas de organización social y todo aquello que constituye su identidad cultural. Si la ley protege la identidad indígena como un derecho irrenunciable, ¿cómo puede una gobernadora desdeñar esas condiciones como si fueran una condena?

México está lleno de ejemplos que contradicen el prejuicio de Sansores. Mujeres como María de Jesús Patricio “Marichuy”, mujer nahua y médica tradicional; Eufrosina Cruz Mendoza, zapoteca que rompió barreras en el Congreso de Oaxaca; Natalia Toledo e Irma Pineda, poetas zapotecas que han puesto en alto sus lenguas en México y el mundo; Lorena Ramírez, corredora rarámuri reconocida internacionalmente; Silvia Pérez Yescas, defensora comunitaria zapoteca contra la violencia de género; Floriberta García, incansable promotora de los derechos mixtecos; María Elena Lorenzo, bordadora mazateca; Aurora Pérez Figueroa, promotora cultural chinanteca que impulsa la educación bilingüe; y Hita Beatriz Ortiz Silva, exdiputada local mixteca que ha abierto caminos para la participación política de las mujeres en Oaxaca. Todas ellas son orgullo, no desgracia.

Por eso, no basta con llamar “desafortunadas” a sus declaraciones. No basta con barrerlas bajo la alfombra del olvido político. A Sansores hay que exigirle que se retracte, que pida disculpas públicas y que se eduque en derechos humanos. Y a la presidenta de la República, Claudia Sheinbaum, y a la secretaria de las Mujeres, Citlalli Hernández, hay que recordarles que callar frente a actos de racismo y clasismo también es una forma de complicidad.

Ser mujer, ser indígena y ser pobre no es lo peor que puede pasar. Lo peor es que desde el poder se siga hablando con desprecio de quienes han resistido históricamente la desigualdad y el abandono del Estado. Lo peor es que se normalice la discriminación y quede impune.

Las mujeres indígenas de México merecen respeto, dignidad y oportunidades, no frases que las marquen como “lo peor”. Y si la gobernadora de Campeche no lo entiende, que lo aprenda. El racismo no se disculpa con silencio. Se combate con hechos.